Alice E. Jones
Elsa Hornos
dijo en el teléfono:
- Miriam,
siento tanto que no puedas ir... Sí, será divertido. Y no te preocupes por
Julia. Miss Four la cuidará.
Espió hacia
donde la sirvienta estaba sentada, cosiendo con su cabeza doblada sobre el
vestido de la niña.
- ¿Qué?... ¡Oh,
es maravillosa! Maravillosa con Julia, sí. Ha estado con nosotros casi un mes.
Justo después de que te fuiste al bungalow... ¡Sí, por supuesto, un nuevo
vestido! Azul... - Le habló amistosamente a la sirvienta: - La luz no es buena,
miss Four. Se arruinará los ojos.
- La luz es
completamente adecuada, señora - dijo con precisión la señorita Four, mirando a
Elsa. Era una mujer pequeña, delgada y pálida, muy gentil, de ojos y cabello
incoloros. Llevaba un vestido negro con cuello blanco, un broche blanco lechoso
como un ojo ciego, y medias y zapatos negros -. Puedo ir a la otra habitación,
si lo prefiere - dijo cortésmente, con una voz algo fría.
Elsa enrojeció.
- Oh, no, miss
Four, no quise decir eso... Sí, todavía estoy aquí, Miriam. Quédese donde está,
miss Four.
- Sí, señora. -
La cabeza de la señorita Four volvió a inclinarse; sus finos dedos remendaban
el vestido con habilidad.
- ¿Te veo el
viernes, Miriam, en lo de Elena?... Bien. Y pienso que es una pena que la
señora Gómez no haya podido.
- Si me
perdona, señora - dijo la señorita Four -, no pude evitar oír. ¿La señora Gal
tiene dificultades para hallar alguien que se encargue de sus chicos?
Sorprendida,
Elsa se dio vuelta, dejando el teléfono.
- Un minuto, Miriam...
¿Qué dijo, miss Four?
- Perdóneme,
señora - dijo la sirvienta, inclinando la cabeza en una breve imitación de
reverencia -, si le parezco entrometida. Estaba por sugerir que, si la señora
Gal trae sus chicos esta tarde, me daría mucho gusto cuidarlos. Podrían
inclusive quedarse toda la noche, señora.
Elsa sonrió con
deleite.
- ¡Miss Four,
qué amabilidad de su parte! La señora Gal le estará muy agradecida. ¿Pero no
será demasiado para usted?
- No, señora,
en absoluto.
- Se lo diré,
entonces... Miriam, la miss Four se ofrece a cuidar de los chicos... sí, aquí.
Podrían quedarse hasta mañana... ¿sí, no es cierto? ¿No te lo dije?... la
señora Gal quiere hablar con usted, miss Four.
La sirvienta
dejó la costura y caminó hacia el teléfono. Tenía un andar extrañamente
silencioso y rígido, sus piernas la cargaban como si fuera un paquete. La
conversación fue breve, consistente mayormente en «sí, señora», «perfecto,
señora» y «gracias, señora».
- ¿Cuelgo,
señora? - preguntó la señorita Four, girando hacia Elsa.
- Sí, por
favor... Miss Four, es realmente una gentileza.
- No es nada,
señora.
- Sí, lo es.
Gracias. Muchas gracias... ¿Podrá tener lista la cena más temprano esta noche?
¿Alrededor de las ocho? Tengo que vestirme.
- Como quiera,
señora. A las ocho.
Durante el
primer intervalo en el baile del country, los Hornos y los Gal se sentaron
juntos en el porche, tomando tragos y charlando.
- ¡Elsi, esto
es precioso! - dijo Miriam Gal, reclinando hacia atrás su cabeza oscura y
mirándola con suavidad -. Tu miss Four es muy fina. Pero también es... - dudó,
frunciendo el ceño - No piensas que hay algo... No, voy a parecer
desagradecida, olvídate.
- Es algo rara
- coincidió Elsa, y sonrió. Se veía excepcionalmente bonita en su vestido azul
oscuro, que destacaba su pelo rubio -. Es muy eficiente, no obstante, y muy
buena con Julia.
- Es realmente
delicado de su parte hacerse cargo de tres chicos desconocidos en tan poco
tiempo - dijo Raúl Gal.
- Oh, los
conoce - dijo Miriam -. Volvieron ayer de lo de Julia colmados de la
maravillosa miss Four.
- Le gustan los
chicos - dijo Jorge Hornos con su sólida y confortable voz -. Otra vuelta,
mozo.
- Tenemos
suerte en tenerla - le dijo Elsa a Miriam, gravemente -. Y ella me gusta.
- No querrás
decir que tú, en realidad... - Miriam se detuvo y comenzó de nuevo -. Los
chicos dicen que les cuenta cuentos.
- ¿Cuentos,
querida?
- No cuentos,
el cuento - dijo Jorge -. Los chicos lo dejaron bien en claro. Les cuenta el
cuento. ¿Seguro que no estás cansada, Elsi?
Ella sonrió con
afecto. - No, Jorge. Ya no estoy inválida.
- ¿Qué tipo de
cuento? - preguntó Raúl ociosamente; era morocho y delgado como su mujer, los
Hornos eran rubios.
Elsa rió. -
Nunca lo oí - dijo -. Es un secreto entre ella y los chicos. La música vuelve a
empezar. Baila conmigo, Raúl.
Los cuatro
chicos estaban sentados en sus camas, en el dormitorio de Julia. La cama de
Julia era doble y la compartía con Carla Gal. Ambas tenían siete años, una era
rubia y la otra morocha, ojos grandes, el pelo acomodado en trenzas.
Lucas y Marcos
Gal, los mellizos de cinco años, tenían catres traídos del desván. Sus cabezas
se movían arriba y abajo. No podían soportar estar quietos, sobre todo en el
momento de acostarse.
Cuatro pares de
ojos estaban fijos en la señorita Four, que estaba cerrando ventanas y
persianas. Se movía con suavidad alrededor del dormitorio, con su raro caminar,
su cara pálida y sosegada, sus manos expertas. Cuando terminó, se sentó a los
pies de la cama de Julia.
- Ahora
cuéntenos el cuento, miss Four - pidió Julia.
- Sí, miss
Four, cuéntenoslo ahora - gritó Carla.
- Cuéntelo,
cuéntelo - cantaron los mellizos, saltando en sus catres.
- Muy bien,
chicos - dijo la señorita Four quedamente -. Ahora les contaré el cuento.
Marcos, Lucas, vengan aquí, así pueden ver.
- Está cansada
- le dijo Elsa gentilmente a la señorita Four, que estaba sentada a la mesa de
la cocina, puliendo la platería -. No haga eso ahora.
- Ya casi
termino, señora - dijo la señorita Four, atareada con la crema pulidora -. No
estoy cansada.
Elsa le sacó la
crema de las manos.
- Sí, lo está -
le dijo -. Se la ve exhausta. La platería no importa. Vaya y descanse.
La señorita
Four la miró. Sorpresivamente, un pálido color apareció en sus mejillas.
- Muy bien,
señora, si lo desea.
Abandonó la
cocina casi corriendo.
- Y todo lo que
escuché de mis dos chicos - dijo Elena Taglio hacia el final de una tarde de
scrabel - fue «miss Four». ¿Qué tienes en tu casa, Elsi... un flautista mágico?
Miriam dijo:
- ...y uno son
dieciocho - empujando dos fichas -. Elena, por cierto, ha captado algo. - El
scrabel es un juego muy exacto, y Miriam deseaba a medias haber sugerido que
jugaran canasta.
- Ha conseguido
la perfecta doméstica y la perfecta niñera - dijo Celia Harris, un poco
envidiosa -. ¡Nuestra aristocrática amiga!
- Tenía que
hacerlo - dijo Elena en tono de disculpa. La gente siempre se disculpaba con la
pelirroja Celia, de afilados ojos y afilada lengua -. Treinta, Elena... Tenía
que hacerlo, después de que... después de que perdí el chico.
- Cállate,
Celia - dijo Elena con calma, mientras escribía «30» en la columna de Elsa.
Firme, brusca Elena... nunca se disculpaba con nadie -. Elsa puede tener
sirvienta si quiere y puede pagarla. ¿«Baca», Elsi? No creo que exista.
Elsa sonrió.
- Es la parte
de atrás de un carruaje, Elena. ¿Quieres apostar?
- No, te
conozco demasiado, déjalo. Te digo, Elsi, es un espécimen raro esta miss Four
tuya.
Miriam tuvo un
escalofrío.
- Me da frío. Lo siento, pero me pasa eso.
Celia dijo:
- Me sacaste la
palabra de la boca. Oí que trabajaba por la avenida Libertador. ¿Qué está
haciendo aquí?
- No en la
avenida Libertador - dijo Elsa tímidamente; Celia siempre la ponía nerviosa -.
Tenía un trabajo en la Capital, con una tal señora Bergés. Era demasiado para
ella. Necesitaba un lugar más chico. Los Bergés dieron referencias excelentes.
- Supongo que
las verificaste - dijo Elena.
- Lo iba a
hacer, pero el resto de las que respondieron al aviso eran tan horribles y ella
parecía tan... tan respetable, y yo me sentía... Bueno, en cuanto estuvo dos
días con nosotros me di cuenta de que no podríamos estar sin ella. - Miró
alrededor de la mesa, casi desafiante. - Y de verdad no podemos.
- Bueno, es tu
casa, y son tus asuntos - dijo Miriam -. ¿Piensas jugar, Celia?
- No me apuren,
no me apuren.
- Estoy
haciendo su cheque, miss Four - dijo Jorge Hornos, levantando la vista de los
papeles sobre el escritorio -, y tengo que llenar estos formularios. ¿Tiene su
número de jubilación? ¿Puedo ver el carnet?
- Lo lamento,
señor, pero perdí el carnet y no recuerdo el número - dijo la señorita Four.
- Está bien, miss Four. Cuando tramite el nuevo me lo trae. - Le sonrió -.
No creo que le hayamos dicho cuánto nos gusta tenerla con nosotros.
Elsa dijo: -
Cuánto apreciamos lo que usted hace. - Añadió impulsivamente: - ¡Cuánto nos
agrada usted!
La señorita
Four los miró con una extraña expresión en sus ojos sin color, pero dijo
solamente: - Gracias, señor. Gracias, señora. Y ahora, si me disculpan...
- Y la manera
en que habla - dijo Miriam, mientras la llevaba a su casa desde la reunión con
las maestras -. ¡No pierde una s, no dice una palabra fuera de lugar! ¿Será
extranjera? Four... suena inglés, o norteamericano.
- No lo sé,
realmente no lo sé, Miriam - dijo Elsa lentamente.
Miriam sacó los
ojos del camino el tiempo suficiente como para mirarla con intensidad. - Elsi,
está viviendo en tu casa. Cuida de tu hija. Yo me ocuparía de saber algo acerca
de ella.
Elsa dijo con
calma:
- Yo no. Sabes,
Miriam, algunas veces actúa como si tuviera miedo de nosotros.
Miriam alzó las
cejas.
- ¿Pero por
qué?
- No lo sé -
dijo Elsa pensativamente -. Trabaja demasiado duro. Hace cosas innecesarias. Mi
casa está tan limpia que es ridículo. Pero cuando tratamos de agradecerle, o
decirle que no se lo tome tan en serio, ella... huye de nosotros, se
autohumilla, sale de la habitación. ¿Por qué, Miriam?
- Porque es
falsa - dijo la otra con convicción.
- Sabes -
siguió Elsa, frunciendo ligeramente el ceño -, una vez hizo algo, no me acuerdo
bien qué... Oh, ya sé, la mesa para el cumpleaños de Julia estaba preciosa.
Recuerdo que le dije «puede estar orgullosa», y me miró de una manera... Te
juro que no quise hacerlo, pero quizá le parecí condescendiente... Realmente no
la entiendo, Miriam.
Miriam frenó
bruscamente para evitar un gato que cruzó el camino.
- ¡Maldito gato
estúpido!... Te lo repito, Elsi, si fuera tú me preocuparía por saber más
acerca de ella. Vas de compras a la Capital la semana próxima, ¿no? ¿Por qué no
pasas a ver a esa señora Bergés y le preguntas?
Elsa dijo
rápidamente:
- Miriam, no
podría hacerlo.
- Llámala,
entonces. O escríbele.
- Bueno, quizá
lo haga. Tan solo para probarte que estás errada. - Rió súbitamente -. Miss
Four... señorita Cuatro.
El sábado en
que Elsa iba a la Capital, la señorita Four llevó a los chicos a un picnic. A
todos los chicos del barrio... una buena cantidad. Caminaron a través de los
árboles hasta la Pradera de Palmer, una enorme pastura que había formado parte
de la chacra de Palmer, abandonada desde hacía mucho tiempo. La Pradera era
usada frecuentemente para picnics. Sobre el final del verano era un lugar
placentero, adormecido por el sol, silencioso y fragante. La señorita Four era
una flautista formal y remilgada en su vestido negro, con los chicos retozando
tras ella.
Jorge se
encontró con Elsa en la estación, al atardecer. Se la veía perturbada, y su
rostro estaba más pálido de lo que debería.
- Jorge - le
dijo mientras entraba al auto -, no hay ninguna señora Lucía Bergés Masur en la
Capital.
Jorge estaba
teniendo dificultades para subir la barranca con el Peugeot. Dijo
distraídamente: - Me temo que está acabado, Elsi. Vamos a entregarlo como parte
de pago y retiramos otro.
- ¡Jorge,
escúchame! - la voz de Elsa era tensa -. Te dije que no hay ninguna señora
Lucía Bergés Masur. No está en la guía. Pregunté a Informaciones por ese número
de teléfono y no existe.
Jorge consiguió
llegar hasta la cima de la barranca.
- Elsi, lo que
dices no tiene sentido.
- ¡Escúchame,
Jorge! No podía creerlo, así que tomé un taxi, le dije al chofer que me llevara
allí, y el lugar no existe.
Jorge la miró y
frenó. - Elsi, empieza desde el principio.
- Bueno, dame
un cigarrillo. - Fumó nerviosamente -. Estaba comprobando lo de miss Four; más
que nada para taparle la boca a Miriam... Bueno, de cualquier manera pensé en
verificar las referencias. ¡Y son falsificadas, Jorge... Totalmente
falsificadas!
La cara de
Jorge estaba seria.
- ¿Estás
diciendo que no existe ninguna señora Bergés? ¿Y que no existe tampoco la
dirección de la carta?
- No, Jorge. En
toda la Capital.
Jorge dijo
lentamente:
- No nos
apresuremos, Elsi.
- Y el carnet
de jubilación - dijo Elsa súbitamente -. Nunca nos lo mostró. ¡Jorge, tengo
miedo! - Empezó a llorar.
El la rodeó con
el brazo.
- De cualquier
manera, lo del carnet no probaría nada - dijo sensatamente -. Cualquiera puede
sacar uno, y cualquiera puede perderlo.
- Debería haber
comprobado - sollozó Elsa -. ¡Si sólo hubiera comprobado!
- No te pongas
nerviosa, Elsi - dijo Jorge, palmeándole el hombro -. La señorita Four es una
buena sirvienta, ¿no es cierto? Y no te olvides de que Julia la quiere... todos
los chicos la quieren. Eso es lo principal. No puede ser demasiado malo alguien
a quien los chicos quieren tanto. Probablemente hay una explicación simple para
todo el asunto. No llores, Elsi. Le vamos a preguntar cuando vuelva del picnic.
Los chicos
estaban sentados en un estrecho semicírculo alrededor de la señorita Four, en
la Pradera de Palmer... tres filas, arrodillados, acuclillados, agachados, con
sus caritas espectantes.
- Cuéntenos el
cuento, miss Four... cuéntenos.
- Muy bien,
chicos - dijo la señorita Four calurosamente -. Les contaré el cuento.
Miró alrededor
del círculo. Los chicos estaban silenciosos, con sus caritas impacientes y
alborotadas. La señorita Four se sacó el broche que parecía un ojo ciego y lo
sostuvo en sus manos.
- Miren, chicos
- dijo suavemente -, miren.
Comenzó a
hablar y su voz cambió. Tenía color ahora, todos los colores del mundo. Sus
ojos cambiaron, y ellos también tenían todos los colores del mundo.
- Hay un lugar,
chicos - dijo -, distinto a cualquiera que hayan visto. Es una ciudad, una
ciudad de joyas, una ciudad de luz... miren, chicos, miren la ciudad.
Movió el broche
lentamente en semicírculo, una vez por abajo y otra más alto, de manera que hasta
los de la última fila pudieran ver.
- Cuéntenos de
las torres, miss Four - dijo soñadoramente Julia Hornos, y su voz se repitió
como un eco alrededor del círculo -. ¡Cuéntenos de las torres!
- Las torres
son altas y esplendentes - dijo la señorita Four -. Los esclavos las levantaron
durante mil años, y muchos perdieron sus vidas en la construcción. Las torres
están hechas de ónix y ámbar y calcedonia. De amatista y ópalo y pórfido y
jade. - Su voz cantaba las palabras que ellos no entendían -. Y las paredes de
la ciudad son de rubí, rojas como el fuego; y las puertas son de zafiro y
marfil y oro.
Hizo una pausa
y movió nuevamente el broche.
- Vean,
chicos... ¿lo ven?
Su voz los
dominaba. No eran las imágenes, no eran las palabras, era la voz. Sentados en
el soñoliento prado, la voz los encantaba, como lo había hecho tantas veces
antes.
- ¡Lo vemos, lo
vemos, miss Four!
- Parte de las
paredes está cubierta por bajorrelieves tallados en la piedra - dijo la
señorita Four -. Muchos esclavos quedaron ciegos tallándolos. - Sonrió
ligeramente -. Nadie le dice a un esclavo: ¡Se arruinará los ojos!
Los chicos
aguardaron, pacientes, espectantes.
- El cielo es
de un color que nunca han visto - dijo la señorita Four -, y las calles están
llenas de música. Las flores son de cristal, y brillan como el arcoiris. Los
esclavos las atienden.
- Cuéntenos de
la gente, miss Four. ¡Cuéntenos de la gente!
El broche
relampagueó de nuevo.
- La gente es
bella - dijo la señorita Four -, con los ojos como diamantes y cabellos como oro.
Se mueven al compás de la música de un millar de flautas, de un millar de
cuerdas. Los esclavos tocan música durante toda la noche.
- ¿Toda la
noche, miss Four? ¿No se cansan?
- Sí, se
cansan. Nadie le dice a un esclavo vaya y descanse.
- ¿Pero no
duermen?
- Sí, duermen.
Duermen para reponer su cuerpo y poder hacer el trabajo que se les ordena. Así
es la ley. Ya se los conté, chicos.
- A la gente no
le gustan los esclavos - dijo Julia, dudando.
La señorita
Four dijo lentamente:
- Nadie le dice
a un esclavo Cuánto nos agrada usted. La ciudad pertenece a la gente, chicos, y
los esclavos pertenecen a la gente.
Estaban
nuevamente impacientes; olvidaron a los esclavos.
- ¡Cuéntenos
qué feliz es la gente, miss Four! Cuéntenos qué hace. Cuéntenos.
La señorita Four
hizo una larga pausa, y cubrió el broche con sus manos. Un suspiro de decepción
surgió del círculo.
- ¡Muéstrenos, miss Four... Muéstrenos!
- Pronto,
chicos... Chicos, el cuento cambia. Esta parte nunca la han oído. Escuchen,
escuchen con atención.
Los chicos se
quedaron como piedras, el calor del sol sobre sus cuerpitos, sus caritas en
trance, anhelantes.
- La gente está
triste - dijo la señorita Four, y su voz plañía como el doblar de una campana
-. La gente llora en las torres, la gente llora en las calles.
Un lamento de
pena desesperanzada recorrió el círculo.
- ¿Por qué,
miss Four?
- Porque - su
voz tembló y se lamentó -... porque no hay comida. Porque... no... ha...
quedado... comida.
- ¿No hay
comida?
- Es tan poco
lo que hace falta... tan poco, y sin embargo tanto. Y casi no hay tiempo. No
hay comida en la ciudad, chicos. Tampoco fuera de ella. Y la gente muere de
hambre. La... gente se... muere... de... hambre.
Los chicos
gimieron.
- Pero hay
esperanza. - En la voz había esperanza, y la hubo en los chicos. Levantaron sus
caritas al sol, las lágrimas se secaron.
- Los esclavos
están rastreando en otros lugares, lejos de la ciudad... ¡Lejos, chicos, lejos!
Buscando el alimento, buscando la vida, como se les impuso. Se les impuso
con... hay algo que se les hace a los esclavos.
Se detuvo. Los
ojos de los chicos se clavaban en ella, cegados por el amor, la maravilla, el
temor.
- Ellos buscan
comida en todos y cada uno de los lugares - dijo la señorita Four por último -.
Y uno de ellos la ha hallado. Sólo uno.
Los chicos
gritaron:
- ¡Muéstrenos, miss Four, muéstrenos!
- Pronto,
chicos... El esclavo ha hallado el alimento que no se compra en los negocios,
que no se toma con las manos, que no se sirve en el plato, que no se come con
la boca. Sólo queda llevarlo a la ciudad. Rápido, porque el tiempo se ha
acabado. Humildemente y con temor, pues nadie le dice Gracias a un esclavo...
¡Miren chicos!
La señorita
Four descubrió el broche y lo mantuvo en alto. Los chicos miraron. Era un
resplandor, era un fuego, eran todos los colores del mundo, colores nunca
vistos. Eran súbitamente los ojos de la señorita Four, era una puerta.
La señorita
Four sostuvo el broche y miró brevemente a los chicos. El sol los bañaba
gentilmente, el pasto se sacudía bajo la brisa, no había ningún ruido.
La señorita
Four dijo súbitamente:
- ¡No
regresaré! ¡Que la ciudad perezca! - Y a los chicos: - ¡Cubran sus caras!
Giró y arrojó
el broche. Hubo un sonido agudo, como el quebrarse de un cristal, y un
relámpago. La señorita Four cayó y quedó inmóvil en el piso.
Por un minuto
los chicos quedaron conmocionados e inmóviles. Luego empezaron a moverse, a
pararse, y algunos de los más pequeños a llorar. La señorita Four no se movió.
- Miren... oh
miren - dijo Carla, y corrió hacia ella.
Los chicos se
apelotonaron a su alrededor, sollozando.
- Miss Four...
Miss Four...
Sus voces
agudas se quebraron, mientras tironeaban de su manga.
La señorita
Four abrió brevemente sus ojos sin color, y los volvió a cerrar. Dijo con
suavidad, con voz también incolora:
- Vayan a casa,
chicos. Serán bondadosos con ustedes, como lo fueron conmigo. No fui esclava
aquí. Un esclavo no tiene orgullo, y yo estoy muy orgullosa ahora.
La señorita
Four agregó quedamente, mientras la vida la abandonaba:
- Chicos...
vayan a su hogar.
FIN
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